Curiosamente un
cuento acerca de los tres reyes magos me inspiran para iniciar la reflexión
acerca del Espíritu Santo en el día de Pentecostés. Según el autor W.H. Anden
los tres reyes magos explicaron por qué siguieron la estrella. El primero dice:
“para descubrir cómo ser verdadero hoy, por eso sigo la
estrella”. El segundo afirma: “Para descubrir cómo tener vida hoy, por eso
sigo la estrella”. Y el tercero: “Para descubrir cómo amar hoy, por eso sigo la
estrella”. Y luego dicen todos juntos: “Para descubrir cómo ser
hombre hoy, por eso seguimos la estrella”. Se sabe bien que la estrella
lleva a Jesucristo, en este sentido descubrir esa luz desde adentro nos hace
encontrarnos con la verdad que es Jesucristo, el amor que revela Jesús, y la
plenitud de nuestra humanidad que es Jesús, el verdadero hombre puesto por Dios
Padre entre nosotros.
Pero quien tiene
esa misión de hacernos conocer a Jesús es el Espíritu Santo. Él no viene desde
afuera, como tal vez se piensa de inmediato. La expresión “Ven Espíritu Santo”, no es una invocación que llama a alguien que
está fuera de nosotros, sino un modo analógico para decir que Él venga a
nuestra conciencia cuando ya está entre nosotros o que tengamos precepción de
Él cuando ÉL ya está. No es que Él venga del cielo topográfico aunque
metafóricamente se diga así, sino que es el “dulce huésped del alma”, que desde
la interioridad del ser humano y haciendo despertar la conciencia de su
presencia nos hace descubrir la verdad que libera (“el Espíritu de la verdad”),
el amor que me anima en el gozo o en la sequía del dolor, como el “Padre
amoroso del pobre” o como el que “riega la tierra en sequía”. Él es el que
desde el interior nos hace tener una vida plenamente humana.
Los seres
humanos vivimos en un hormigón de tensiones diarias por las distintas
conmociones de preocupaciones económicas, familiares, políticas y de seguridad
de vida. Lo único que nos hace vivir todos esos eventos con mayor
personalización pero al mismo tiempo con mejor socialización es la interioridad. El secreto de una
verdadera relación con los demás está en la verdadera relación con uno mismo, y
es allí donde entra la presencia del Espíritu Santo no en cuanto el viene desde
afuera topográficamente sino en cuanto descubrimos su presencia de Él en
nosotros; es eso por tanto lo que significa venir.
Pero advierto
que el Espíritu Santo no es un solitario que habita en nuestro interior, Él
actúa haciéndonos relacionar con Jesús de Nazareth, y así nos hace sentir hijos
del Padre. Tenemos contacto de modo personal con Jesús solo en el Espíritu
Santo. Sabemos lo que quiere el Padre en nosotros solo por Jesús en nosotros, pero esto se realiza en el Espíritu Santo. Por algo dice
San Pablo: “El Espíritu viene en ayuda
de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos orar como es debido, y es el
mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inefable” (Rom 8,26);
o como decía San Ireneo de lyón a finales del siglo II “el que está en todos
nosotros es el Espíritu, que grita Abba,
Padre, y el que configura y adorna al hombre a imagen y semejanza de Dios”.
Esto quiere
decir que cuando celebramos pentecostés no es una fiesta del Espíritu Santo
como distinta al día del Hijo, cuando en realidad no hay una fiesta del Padre,
como tampoco, como dice Y. Congar, la “Navidad no es la fiesta del Hijo, sino
la celebración del hecho de su nacimiento en nuestro mundo. Pentecostés no es
la fiesta del Espíritu Santo, sino una celebración del hecho de su misión
sensible a los primeros discípulos”….ciertamente destacable en este día.
Como gesto
sensible en el evangelio de hoy (Jn 20,19-23) de la presencia del Espíritu
Santo entre los discípulos del Señor aparece el soplo de Jesús sobre ellos. Así
afirma Juan: “Al decirles esto, sopló
sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo”. Así como en el Génesis
Dios sopla para crear al hombre así el Espíritu enviado por Jesús recrea la
vida de la comunidad de los discípulos. El símbolo del soplo indica una acción
del Espíritu Santo como vida, en este caso “vida en Jesús”, presencia dinámica del Espíritu que actúa haciendo
que entablemos una relación con Dios y con los demás. Ese aliento que Jesús
entregó en el momento de la muerte al Padre, ahora en la Resurrección es el
aliento que entrega ahora a los discípulos para que así puedan vivir las
promesas del Resucitado, como son la paz y el perdón.
Pero ¿en qué
ámbito se vive esa interioridad del Espíritu en nosotros? Lo que Jesús nos dejó
como fruto de la Resurrección solo se vive en la misión: “A quienes les perdone los pecados les quedarán perdonados; a quienes
se los retengan les quedarán retenidos” (Jn 20,22). Si este es el caso, el
dinamismo del Espíritu como soplo en el sentido simbólico de la palabra es
entregar, pasar, oxigenando dando vida, por lo tanto se vive cuando se entrega
al otro. En este sentido la realidad del soplo que da aliento es transmitir la
vida de Jesús en la misión. La prueba de
nuestra interioridad se muestra cuando compartimos la palabra, su mensaje
que se ha encarnado primeramente en nosotros como personas y que no puede
quedar comprimido dentro de nosotros sale
fuera.
En el fondo
hacer la misión es permitir que el Espíritu actualice lo que Jesús hizo y dijo
pero a través de nosotros, por algo se habla del Espíritu como memoria de Cristo en la Iglesia, pues
es Él el que nos enseñará todo o el que nos recordará todo.
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